Las olas vapuleaban el bote. El viento arrancó de cuajo las instrucciones del oficial: "La cosa es así. Cuando vea la escalera de mano del lanchón, salta y la agarra. Si nos acercamos demasiado, el mar nos aplasta contra el barco. Y no falle. Con este viento lo perdemos seguro. ¡No hay otra!". Al iniciar la maniobra, dimos un salto espectacular. El marino gritó: "¡Ponte a navegar y aprenderás a rezar!". Su sonrisa forzada se llenó de sal.
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Sólo hay un motivo para que un amante de la tierra firme como yo se vea envuelto en semejante remojo: la imprudencia. Sobre todo, la de escuchar. Llegué a Ushuaia, la ciudad más austral de Argentina, con la intención de seguir hacia el norte en unos días, pero acepté el mate que me ofrecieron antiguos navegantes y pobladores de la región, los adelantados, y caí en las garras del Canal Beagle. La historia de Tierra del Fuego es tan reciente que aún es posible conocerla de primera mano. El Beagle fue el barco de Robert Fitz Roy, el primero que surcó la vía de oriente a poniente, desde el Cabo de Hornos hasta el Estrecho de Magallanes. Los indígenas la llamaban Onashaga, Canal de los Onas. En la actualidad, la mayoría de accidentes geográficos llevan el nombre inglés, francés o español que certificó su toma de posesión.
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Superada la etapa en que la región austral del continente se consideraba tierra de nadie, Chile y Argentina se la repartieron de un plumazo. Una línea recta parte la Isla Grande de Tierra del Fuego. Otra más incomprensible divide el Beagle por el centro, rompiendo el orden práctico de las cosas. La isla de Navarino, que cuenta con más horas de radiación solar, pasó de ser la despensa que Ushuaia tenía en la costa de enfrente a formar parte de un país ajeno. Ya no se podían guardar allí las ovejas que se sacrificarían durante el crudo invierno austral. Y menos aún, cruzar por el gusto de hacerlo: tras comprobar la inexistencia de transporte regular, decidí pedir consejo en el consulado chileno. Contemplaba la colección de fotografías de aves colgada de la pared, cuando oí una voz a mi espalda: "El foco en el ojo. ¿Qué le parecen?" -preguntó el cónsul Jorge Guzmán- "Son mi pasión. A las cuatro de la tarde digo chau y me voy al bosque. ¿Me acompaña?".
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Camino del parque nacional Tierra del Fuego, informé al cónsul de mis dificultades para alcanzar Navarino y la población de Puerto Williams, capital de la Provincia Antártica Chilena. "Chilenos y argentinos deberíamos estar por la colaboración" -afirmaba Guzmán- "la división de la zona es ilógica. Además, ¿a quién le importamos desde que se abrió el Canal de Panamá? Ya no hay comercio. Pero claro, el argentino es medio italiano, todo es discutible; y el chileno es medio vasco, se pelea por todo. Como la vez que estuvimos al borde de la guerra por aclarar si el Beagle pasaba por el norte o por el sur de Snipe, un peñón a la salida del canal". Aparcó el coche en un recodo y nos internamos en el bosque. El camino desaparecía bajo nuestros pies. Los árboles eran muy antiguos, cubiertos de musgo y silencio. Había coihués, parecidos al roble, y altísimas lengas, con sus troncos delgados y sus copas abiertas al sol. También turberas pantanosas, donde se formaba el carbón vegetal. Incluso vi orquídeas blancas. De pronto, dos carabineros irrumpieron a caballo. "Buenas tardes, señor cónsul. Bienvenido a Chile, caballero" -saludaron con gesto marcial. Guzmán reía de mi sorpresa: "¿Quería ir a Chile? ¡Ya llegó! Esto es Yendegaia, el sector chileno de Tierra del Fuego. Pero si quiere ver Navarino, tendrá que buscarse un barco".
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[Josep Mª Palau, ALTAÏR, nº 17, 2002.
Imagen: faro Les Eclaireurs, en el canal Beagle,
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