martes

39.2 pedro botero. actualidad en la red

las calderas de pedro botero
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En los años sesenta, cuando fui niño, yo me declaraba católico y, como tal, obraba. Solía confesarme todas las semanas para poder comulgar libre de culpa, limpio de corazón, sin ese fardo insoportable que era el pecado. En los años sesenta, cuando fui niño, yo iba a la catequesis que nos preparaba para tomar la primera comunión, a esa instrucción religiosa que nos daban en la parroquia para aprender las verdades básicas del cristianismo, esas verdades reveladas, algunas muy oscuras y confusas para la mentalidad de un muchachito. Fue entonces cuando descubrí el cielo y el infierno, el pago o la recompensa por la rectitud y la bondad, y el castigo o la pena por la depravación y la honradez. Cada semana, al confesarte, experimentabas un gran alivio porque si te sobrevenía la muerte, así, repentinamente, te sorprendería en las mejores condiciones pudiendo de ese modo ir al paraíso, pudiendo sentarte a la diestra de Dios Padre. Si, por el contrario, estabas manchado de pecado, te exponías a lo peor: te exponías a que un fallecimiento imprevisto, inesperado, te mandara directamente al infierno.
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Allí estaba Satanás, pero sobre todo estaban las calderas de Pedro Gotero o Botero, según. Aquel recinto lo imaginábamos tórrido, con una temperatura abrasadora, bochornosa, pero bochornosa en un doble sentido: por el calor ardiente de las llamas que hacían hervir las calderas, pero bochornosa también por el sofoco, por la vergüenza de estar allí, de ser un niño impenitente rodeado no sólo de pecadores veniales, sino también de afamados criminales y villanos sin corazón. Así era el infierno con el que conjeturábamos, con el que soñábamos en nuestras pesadillas particulares. Nos angustiaban las recaídas, la imposibilidad de mantenernos básicamente en gracia, sin mácula ni yerro. Sabíamos que las faltas que cometíamos nos acercaban cada vez más a esa eternidad candente, pues aunque la confesión y el propósito de enmienda te podían librar de dicha condena, lo cierto es que la reiteración semanal de unos pecados en los que incurríamos no auguraba nada bueno, no.
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El cielo era otra cosa, sí: la bienaventuranza, la placidez, la conciencia tranquila y una vecindad acogedora, la de Dios. Y, sin embargo, era tan inalcanzable... Los niños de entonces sabíamos que lo que se nos pedía era mucho por grande que fuera lo que se nos prometía. Tanto fue así que poco a poco, y sin aspavientos, uno dejaba de creer y se sentía liberado y firme. Pese a lo que tantas veces se ha dicho citando a Chesterton (al escritor católico, claro), cuando se deja de creer en Dios no necesariamente acaba uno creyendo en todo o en cualquier cosa. Algunos, simplemente, nos proponíamos obrar lo mejor posible sin incrementar el mal, sin agravar el estado del mundo. Es por eso por lo que yo no sustituí una creencia fallida o perdida por una nueva fe, por una religión política, por ejemplo. Sencillamente, uno tanteaba ese mundo que nos acogía y nos amenazaba e intentaba sobrevivir con algo de coraje y bravura, nada más. O nada menos. Yo no llegué a hacer apostasía, renuncia explícita, pero jamás me maquillé llamándome agnóstico: yo me declaraba ateo, y así sigo: bautizado, pero no creyente ni ejerciente.
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[Julio Serna, en http://www.elpais.com/, 10-12-2005]

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