En el barrio cristiano de la capital siria sigue la animación cotidiana
bab tuma, oasis de damasco
Caminar y caminar por Damasco. Subir a un microbús que desde el alto barrio de las pendientes de la cima del Qasiun, atravesando amplias calles, avenidas limpias y arboladas, me conduce hasta la capital amurallada, que presume de ser la ciudad ininterrumpidamente habitada más antigua del mundo, para bajar en Bab Tuma, la puerta romana de santo Tomás.
Entre Bab Tuma, Bab Sharqui (puerta oriental) y la calle Larga, con la calzada renovada de adoquines y las fachadas modernizadas de innumerables tiendas, hay un pequeño mundo damasquino que sobrevive a la vez. Al fondo de la calle al-Abara, descrito con ternura por el escritor Rafiq Schami, que habitó en ella, se levanta una modesta pared rematada por una hornacina descolorida con esta inscripción: "Muro de san Pablo". Es la tela de muralla por donde Saulo se descolgó huyendo de los perseguidores.
El barrio de callejones antiguos, por donde circulan con habilidad taxis amarillos, incluso camionetas, es un vecindario abigarrado donde se superponen patriarcados, conventos, iglesias grecoortodoxas, armenias, siríacas, latinas, maronitas, tiendas de teléfonos móviles de todas las marcas y colores, de antigüedades y alfombras, con cafés de internet, restaurantes, hoteles y discotecas como Tao Bor o Zodiac.
Bab Tuma es sede de los tres patriarcas de Damasco -el grecoortodoxo, el grecocatólico y el siríaco católico-, lugar de ocio y diversión.
De noche, la estrecha calle de Bab Tuma, con el convento de los franciscanos y el edificio adyacente del antiguo consulado de España con el escudo de mármol de la fachada, es un ir y venir de taxis y coches. Chicas con pantalones ceñidos y blusas alegres, o cubiertas con velos ligeros de colores, con novios o acompañantes, musulmanes o cristianos, pasean por este oasis urbano que, a pesar del miedo de estos tiempos de angustia y oscuros presagios, no ha perdido del todo la animación.
Los vecinos son gente modesta, tenderos, artesanos, empleados humildes. Hay escultores, pintores conocidos que abrieron sus talleres en este barrio que se puso de moda hace unos años, renovando antiguos palacios y mansiones convertidas, a menudo, en hoteles y restaurantes de un consumo que hasta ahora había sido prometedor.
No hay turistas: estos hoteles de buen gusto, como el hotel Talisman, una pequeña joya arquitectónica, están vacíos, y en las terrazas nocturnas de las cafeterías, como la del Domino, solo unas cuantas mesas están ocupadas con parroquianos que fuman con indolencia la pipa de agua, los ojos fijos en la gran pantalla plana de televisión que retrasnmite partidos de fútbol.
En el barrio hay restaurantes de cocina árabe y occidental, bares como el Matador -donde, en la barra, los jóvenes toman bebidas alcohólicas-, pizzerías y pastelerías con jóvenes que se reúnen en las entradas. La calle de Bab Tuma, que desemboca en la calle Recta, divide el barrio de callejones de fachadas modestas que, a veces, esconden viviendas amenas con patio interior florido, rodeado de habitaciones alrededor de un surtidor de mosaico, con puertas de dovelas blancas y negras, ventanas, pequeñas galerías con celosías. Es el antiguo encanto de esta ciudad apartada, regada por los canales del rio Barada, en mitad del oasis cada vez más exiguo de la Guta, ante la espléndida belleza de la que, según la tradición, no quiso penetrar el profeta Mahoma, que se reservaba para el paraíso.
[Alcoverro, T., LA VANGUARDIA, 8 de julio de 2012 (traducido del catalán).
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