un narrador tiene que dejar la 'sala de escritores' de Manhattan -oficinas para realizar esta tarea- por el ruido de su vieja máquina y su negativa a utilizar el ordenador
el último mecanógrafo del village
Skye Ferrante es un escritor sin obra publicada. Algo nada extraño en nueva york, donde se prodigan los pintores sin cuadros, los directores de cine sin película o los actores y actrices cuya única interpretación consiste en sonreír al servir un margarita o una hamburguesa. Nacido en Manhattan hace 37 años, Skye tiene, sin embargo, una historia que contar. La suya y la de la máquina Royal negra de 1929 que heredó de su abuela.
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No deja de ser un relato de otra época. Él era el último. El último que recurría a esta pieza del museo de la mecanografía en un mundo -en concreto la Writers Room o sala de escritores del Village- donde se ha impuesto el mutismo de los ordenadores portátiles. Se la han prohibido. O se reconvierte a la tecnología, le han dicho, o mejor que no vuelva cuando el 30 de junio venza el plazo abonado. Ha optado por el portazo. En una metrópolis tan ruidosa, los hay que se molestan con el cataclinc de un teclado.
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Él no recurre al término intolerancia. Le parece más una cuestión de esterilización. "Escribir a máquina -sostiene Ferrante- forma parte para mí del proceso creativo. Hay fotógrafos que continúan fieles a la película". Dispone de otros argumentos. "De lo único que he tenido que preocuparme es de cambiar la cinta y recargar la tinta", añade mientras busca un emplazamiento para su despacho portátil en el barrio de Dumbo, en la playa de Brooklyn, entre el puente más famoso de la ciudad y el de Manhattan, menos valorado por el turismo. "Jamás me ha dejado tirado, jamás he perdido un documento, algo que nadie de los que utiliza computadora puede proclamar". Sí que se ha quedado sin un escenario donde pergeñar sus relatos infantiles, de los que cuenta con "al menos" media docena de acabados. "Hasta ahora -subraya- sólo me preocupo formarme como escritor, y tal vez ha llegado el momento de buscar un editor".
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Después de estar ocho meses desaparecido, Skye descubrió que había otra atmósfera en la Writers Room, donde ingresó en el 2004. Regresó en abril y comprendió que no era lo mismo. Incluso hubo una queja por su tecleteo, cosa inaudita. Vio que seguía colgado el cuadro de la entrada, en el que los que aparecen son mecanógrafos. En cambio, había desaparecido el cartel que indica el lugar reservado para las máquinas, para su especie en extinción. Le explicaron que, si quería continuar, debía olvidarse de su cacharro, que eso está muy bien para los dinosaurios y que él es joven. "Empleo ordenadores, dispongo de e-mail, pero escribir ficción es otra cosa", precisa.
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"Este es un lugar que requiere silencio", contesta una portavoz de la institución neoyorquina para certificar la versión del protagonista de esta crónica. "Si, por ejemplo, vienes aquí a ejercer tu tarea de periodista, podrás ver la televisión en el portátil siempre que uses auriculares", añade. La Writers Room ofrece por 1500 dólares anuales un espacio en el que trabajar las 24 horas del día.
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Skye no sabe adónde ir. Deja en el aire el misterio de sus últimos avatares, de sus inicios en el ballet, de sus viajes, de sus esculturas -"es con lo que me gano la vida"- y muestra la emoción que siente por su hija de seis años. "Yo no quería ser el último mecanógrafo", se despide cargando la desvencijada caja de la Royal.
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[Francesc Peirón, LA VANGUARDIA, 27 de mayo de 2010.
Imagen: máquina de escribir Royal, en http://www.rusttico.com/]
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