hablar con el pescadero
.Me cuenta mi amiga M. que en la carnicería de su pueblo hay un sofá donde las clientas esperan tranquilamente su turno mientras charlan, se cuentan las últimas noticias de la familia o glosan el reciente capítulo de su culebrón favorito. Pienso en todas esas mujeres mayores y solitarias cuyo único rato de compañía y conversación al cabo del día se produce durante la compra. Mujeres que salen a diario al mercado o a las tiendas del barrio o del pueblo e intercambian comentarios e informaciones con la frutera, el panadero o la charcutera. Manosean las manzanas ponderando su dulzor, observan el estado de los ojos del pescado para calibrar su frescura, dan instrucciones sobre cómo deben cortarles la carne y, entretanto, se quejan del dolor en la rodilla, cuentan las últimas hazañas del nieto, preguntan a la vecina por su marido o expresan su asombro ante las noticias del telediario. Algunos minutos de breve encuentro humano.
Obligadas durante siglos por la cultura patriarcal a mantenernos encerradas en casa y ocupadas en el cuidado intensivo de la familia, las mujeres hemos buscado pequeños espacios de sociabilidad en los ámbitos que nos estaban permitidos, las tareas domésticas y los deberes religiosos. El templo y el despacho parroquial para la asistencia a los pobres, la fuente y el lavadero, el mercado y el parque donde juegan los niños -a los que habría que unir en décadas recientes la hora semanal en la peluquería-, han sido tradicionalmente el lugar de reunión con otras mujeres, el tiempo de las confidencias, las lágrimas y las risas.
Mientras tanto, los hombres salían a trabajar y se reunían luego en el bar o el café para las tertulias, las partidas de dominó y de cartas, el fútbol en la tele. Todavía ahora, aunque a muchos nos parezca mentira, el bar sigue siendo un espacio vedado para numerosas españolas, habitantes sobre todo del campo: las tabernas de los pueblos suelen estar llenas de hombres, mientras que las mujeres -al menos, las de una cierta edad- apenas las frecuentan. Ellas se siguen encontrando en la tienda, a la puerta de las casas o en los patios cuando hace buen tiempo, en los centros sociales que últimamente proliferan en muchos sitios, con sus talleres de manualidades o de lectura y sus clases de gimnasia.
M. me habla de las tertulias que las clientas improvisan en la carnicería de su pueblo, mientras dudan entre llevarse falda o babilla y, cuando ya están a punto de pagar, recuerdan, sin ganas de volver al silencio de la casa vacía, que se les han olvidado los chorizos, ah, y también un kilo de costilla... Y yo me veo a mí misma en el supermercado de mi barrio, apresurada, aprovechando el turno que debo esperar en la pollería para acercarme a los estantes de las galletas, sintiéndome impaciente cada vez que alguien cruza dos palabras con el dependiente o vacilo en lo que necesita. Supongo que no soy más que una de los muchísimos urbanitas siempre agobiados por el tiempo, siempre tratando de estirarlo más allá de lo posible. Pero, de ahora en adelante, me propongo ser paciente, y hasta simpática y agradable, cuando me toque delante alguna de esas señoras mayores que se enrollan y que tal vez, quién sabe, no tengan a nadie más con quién hablar que el pescadero.
Obligadas durante siglos por la cultura patriarcal a mantenernos encerradas en casa y ocupadas en el cuidado intensivo de la familia, las mujeres hemos buscado pequeños espacios de sociabilidad en los ámbitos que nos estaban permitidos, las tareas domésticas y los deberes religiosos. El templo y el despacho parroquial para la asistencia a los pobres, la fuente y el lavadero, el mercado y el parque donde juegan los niños -a los que habría que unir en décadas recientes la hora semanal en la peluquería-, han sido tradicionalmente el lugar de reunión con otras mujeres, el tiempo de las confidencias, las lágrimas y las risas.
Mientras tanto, los hombres salían a trabajar y se reunían luego en el bar o el café para las tertulias, las partidas de dominó y de cartas, el fútbol en la tele. Todavía ahora, aunque a muchos nos parezca mentira, el bar sigue siendo un espacio vedado para numerosas españolas, habitantes sobre todo del campo: las tabernas de los pueblos suelen estar llenas de hombres, mientras que las mujeres -al menos, las de una cierta edad- apenas las frecuentan. Ellas se siguen encontrando en la tienda, a la puerta de las casas o en los patios cuando hace buen tiempo, en los centros sociales que últimamente proliferan en muchos sitios, con sus talleres de manualidades o de lectura y sus clases de gimnasia.
M. me habla de las tertulias que las clientas improvisan en la carnicería de su pueblo, mientras dudan entre llevarse falda o babilla y, cuando ya están a punto de pagar, recuerdan, sin ganas de volver al silencio de la casa vacía, que se les han olvidado los chorizos, ah, y también un kilo de costilla... Y yo me veo a mí misma en el supermercado de mi barrio, apresurada, aprovechando el turno que debo esperar en la pollería para acercarme a los estantes de las galletas, sintiéndome impaciente cada vez que alguien cruza dos palabras con el dependiente o vacilo en lo que necesita. Supongo que no soy más que una de los muchísimos urbanitas siempre agobiados por el tiempo, siempre tratando de estirarlo más allá de lo posible. Pero, de ahora en adelante, me propongo ser paciente, y hasta simpática y agradable, cuando me toque delante alguna de esas señoras mayores que se enrollan y que tal vez, quién sabe, no tengan a nadie más con quién hablar que el pescadero.
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[Ángeles Caso, Magazine-LA VANGUARDIA, 24 de enero de 2010.Imagen en: http://www.diariovasco.com/]
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