un mundo al filo de la revuelta
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En sólo unos meses de 1898, la resistencia del decrépito ejército español se diluyó como un terrón de azúcar en una taza de café cubano. Su capitulación se rubricó el 10 de diciembre, con la firma del Tratado de París. Avasallada por la moderna maquinaria bélica de Estados Unidos, la Corona española abandonaba sus posesiones en Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam, las islas Marianas, Palaos y el archipiélago de las Carolinas. Aún conservaría algunos territorios en África, pero su declive era ya irreversible.
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Atrás quedaban tres años de guerra entre los rebeldes cubanos y las acorraladas tropas coloniales, con episodios de un heroísmo sin límites. También la misteriosa explosión del buque de guerra estadounidense Maine en el puerto de La Habana, que sirvió de excusa al gobierno de Washington para involucrarse en el conflicto. Su intervención fue decisiva, fulminante... y nada altruista.
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Con el objetivo de "restablecer y extender los intereses económicos de Estados Unidos" en Cuba, la emergente potencia impuso una cláusula que aún hoy envenena las relaciones entre ambos países: la polémica Enmienda Platt. Ésta autorizaba a Estados Unidos a tener bases militares en territorio cubano -como la de Guantánamo-, prohibía al gobierno de La Habana la solicitud de préstamos a terceros países sin la autorización explícita de Washington y preveía la intervención militar de Estados Unidos cuando, según su criterio, peligraran "las vidas, propiedades o libertades individuales" en Cuba. En la práctica, daba carta blanca para dirigir la isla.
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[editorial firmado por la redacción de ALTAÏR, en el nº 26/II. Barcelona, 2003]
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