una capital entre las nubes y el cielo
a casi cuatro mil metros de altitud, Nuestra Señora de La Paz desborda de vida y contrastes que dan forma a un mundo barroco, en el que cada comunidad intenta mantener aquellas tradiciones que le son propias
El taxista da un frenazo. Al mirar, me encuentro con dos cebras que ayudan a atravesar a una señora. "¡Malditas!", refunfuña el conductor. "¡Pero si son, literalmente, cebras en un paso de cebras", exclamo. "Eso mismo", contesta, mientras un burro le da la pata por la ventanilla. Estamos paralizados en pleno cruce, y el jumento, con gestos teatrales, denuncia a los transeúntes que el taxista es otro burro, un idiota que no respeta las señales de tránsito. Cuando arrancamos, le lanza besos burlones. "Lo de los hombres disfrazados de animales fue idea del Ayuntamiento -recapitula el taxista-. Aquí nadie respeta nada, a menos que llame muchísimo la atención".
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Regresamos a la competición automovilística entre coches de cuarta mano. Los vehículos llegan desde Japón al puerto chileno de Arica. Una vez en Bolivia, les cambian el volante de lado, dejando un agujero rebosante de cables y a correr. Los llaman transformers. Sorteamos la humareda de los autobuses escolares Dogde de la década de 1970 y de los Chevrolet de 1980, hoy transportes públicos que exhalan su agonía por chimeneas de latón. Adelantamos a los trufis (taxis que siguen una ruta fija) repletos de pasajeros y avanzamos pegados a los chavales que sacan medio cuerpo de los minibuses para anunciar su ruta a gritos.
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Locura urbana a 3.658 metros de altitud, La Paz es la capital más elevada del planeta. Miles de casas escalan las laderas de la quebrada donde late la ciudad. El volcán nevado Illimani, encumbrado a 6.402 metros, ejerce de guardián, hogar de los abuelos sabios o achachilas, las almas de los antepasados. Visto desde la calle Camacho, el gigante parece a punto de rodar por la acera. Al atardecer, su silueta se desvanece, mientras despiertan miles de lucecitas en las casuchas de los cerros. De noche, parecen una muralla de estrellas caídas que abrazan la ciudad.
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En este soberbio paisaje, castigado por un sol cruel del que los paceños se escudan con sombrillas, carpetas y lo que tengan a mano, hierve el espíritu bronco, comercial, desconfiado y esencialmente aimara de la Fenicia de los Andes. Jamás un nombre tan angelical, Nuestra Señora de La Paz, fue más inapropiado para una urbe asediada por unas 1.300 manifestaciones, huelgas y bloqueos anuales.
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Al capitán español Alonso de Mendoza lo obligaron a bautizarla así el 20 de octubre de 1548, para conmemorar el fin de las disputas entre las tropas del rey y las de Francisco Pizarro en Perú, y para crear un punto de aprovisionamiento en la ruta de Cusco a La Plata, pasando por Potosí. (...)
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En ese valle, cruzado por unos doscientos ríos, vivían tres comunidades indias aimaras, en las parroquias de San Sebastián, San Pedro y Santa Bárbara, barrios que aún hoy existen con los mismos nombres. Mendoza se alojó en el tambo (posta) del cacique Quirquincho -hoy es el museo Quirquincho, en San Sebastián- y desde sus aposentos, decidió que la ciudad de los blancos se fundaría al otro lado del río principal, el Choqueyapu -sepultado por la avenida Mariscal Sucre durante 1930.
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Mendoza trazó La Paz con el recto orden que exigía la Corona, dibujando cuadrículas en damero, por más que lo sensato, ante aquellas cuestas o bajadas infernales, hubiera sido adaptarse al terreno con calles sinuosas y en zigzagueo. Así creó la plaza Murillo, sede del palacio del Gobierno -hoy, despacho del primer presidente indígena de la historia boliviana, Evo Morales-, a cuyos costados se alzan la catedral y el Congreso. La plaza -donde, en 1946, varios indígenas colgaron al presidente Gualberto Villaroel de una farola, después de asesinarlo en palacio- forma, con sus calles adyacentes, una anómala isla rodeada de callejuelas desordenadas, improvisadas al urbanizarse los barrios indígenas.
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La Paz creció separando culturas e identidades, y así se mantiene, dividida entre sus almas india, mestiza y blanca; cruzada por fronteras visibles hasta hoy. En la adinerada zona sur, los paceños suavizan la letra erre y la arrastran al estilo estadounidense. Por sus avenidas limpias caminan mujeres de belleza perfilada con bisturí, y los escasos indígenas que se ven, muchos de ellos uniformados, trabajan en las mansiones. La mayoría son de El Alto, una ciudad obrera e india -el 77% de la población es aimara, y otro 8% quechua- que crece imparable desde 1970, alimenada por la inmigración campesina desde el altiplano. Se nutrió también con la llegada de miles de familias mineras, desempleadas por la crisis de la compañía estatal Comimbol en 1985. Entre unos y otros, forman la segunda urbe más grande -y la más triste- de Bolivia: 864.500 personas -dos de cada tres son pobres-, después de la sureña Santa Cruz, motor económico con un millón y medio de habitantes, y por delante de La Paz, que tiene 839.000 personas.
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[Mercedes Ibaibarriaga, ALTAÏR, nº 48, julio de 2007.
Imagen: casas coloniales en la calle Jaén, en: http://maps.google.es/]
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Vocabulario:
refunfuñar -> emitir voces confusas o palabras mal articuladas o entre dientes, en señal de enojo o desagrado.
jumento -> pollino, asno, burro
latón -> aleación de cobre y cinc.
chaval -> niño o joven.
quebrada -> paso estrecho entre montañas; hendidura de una montaña.
casucha -> casa pequeña y mal construida.
aimara -> se dice del individuo de una raza de indios que habitan la región del lago Titicaca, entre el Perú y Bolivia.
bautizar -> poner nombre a algo.
cacique -> señor de vasallos en alguna provincia o pueblo de indios; persona que en una colectividad o grupo ejerce un poder abusivo.
cuesta -> terreno en pendiente.
indígena -> originario del país de que se trata
quechua -> se dice del indígena que al tiempo de la colonización del Perú habitaba la región del Cuzco, y, por extensión, de otros indígenas pertenecientes al Imperio incaico.
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