vacaciones
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La bahía es pequeña y preciosa, como una joya verde sobre el azul enorme del Mediterráneo. A los lados, dos colinas cubiertas de pinos caen a pico sobre el mar. Al fondo se abre un barranco que conduce hacia los valles y las montañas del interior, donde crecen las higueras y las viñas y los algarrobos. En medio del agua se levanta un islote de formas insólitas. El día ha sido caluroso, aunque la brisa del mar nos ha permitido estar a gusto, lejos de esa sensación de solidez mineral que adquiere el calor en Madrid. Ahora, al ir menguando la tarde, el bienestar es cada vez mayor, y terminamos por caer en uno de esos estados de sopor que a veces nos asaltan en vacaciones: ningún deber, ninguna responsabilidad más allá de la de satisfacer de manera inmediata los deseos más básicos, el hambre, la sed, las ganas de refrescarse, el sueño. ¿Por qué no alejarnos durante un rato de la realidad?
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De pronto, un sonido cercano y asombroso nos despierta: tambores. El centro de la playa ha sido invadido por una multitud de gente. Frente al mar, un grupo de unas treinta personas comienza a tocar con las manos toda clase de instrumentos de percusión, djembés, congas, darbukas, bougarabous... Son hombres y mujeres de edades diferentes, de distintas razas e idiomas, que hablan de la música. El ritmo, sin duda la primera manera de comunicarse de los humanos, imitada del fluir del agua y la caída de la lluvia, del movimiento de las hojas en el viento y el romper de las olas contra los cantos, del propio latir de la sangre en las venas.
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Algo salvaje, bellamente primitivo, invade la cala. Poderosos como palabras de dioses, los sonidos vibran en el aire cálido. Alrededor, la gente baila, agitando los cuerpos, apresando el espacio entre los brazos y las caderas, olvidando la rigidez y el sentido del ridículo que suelen acompañarnos en el día a día. El sol desciende sobre el mar, justo en el centro de la playa. Enrojece y se agiganta hasta convertirse en una bola de fuego cercana e imponente. Luego va escondiéndose despacio al otro lado del horizonte, hasta que el último pedacito es tragado por las aguas. El sonido de los tambores se hace más fuerte, acompañando la despedida del día. Entonces comprendemos como en una revelación por qué los pueblos llamados primitivos adoran esa fuerza, por qué rinden tributo a la tierra y al fuego, al agua y el aire, por qué honran a los árboles y se arrodillan ante las estrellas de vida misteriosa que comienzan a aparecer lentamente en el cielo.
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Cuando se hace de noche y ya no se distinguen los rostros de los músicos, alguien enciende una hoguera junto a ellos. La negrura se disuelve. Un grupo de chicos y chicas prende teas y hace juegos malabares sobre la arena. Las chispas de luz y los cuerpos de los prestigitadores se mueven al ritmo de la percusión. Exultantes y cansados de tanto bailar, nos bañamos en el mar en medio de la oscuridad, agradeciendo, como si fuera un regalo de los cielos, la frescura del agua, la generosidad de los tambores, la magia del fuego, el perfume de los pinos que se expande sobre la playa. Cuando nos vamos ya en la madrugada, tenemos la sensación de haber habitado durante unas horas el paraíso.
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[Ángeles Caso, Magazine, 25 de julio de 2010]
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