la estación del hijaz y la sombra de aranda
En la estación del Hijaz de Damasco han arrancado los raíles del tren. Detrás de su histórico edificio, ya sin andenes, obra del arquitecto español Fernando de Aranda, hay un profundo y amplio hueco sobre el que tiene que edificarse no sé qué complejo hotelero y de centros comerciales y residencias de lujo, que después del terremoto de sangre que sufre la antaño estable república de Siria, podría aplazarse ad calendas grecas.
Su vestíbulo con artesonado techo, ventanales de policromos cristales, altos zócalos de madera, esta vacío. Solo queda una decrépita cafetería adyacente en la que se penetra por una puerta lateral, con desvencijadas mesas en torno de las que masculinos parroquianos juegan a las tablas reales, fuman indolentemente sus narguiles o pipas de agua, y sorben despacio vasos de té, mientras la televisión estatal con sus noticiarios se asoma por una gran pantalla plana colgada en la vetusta pared.
Nunca en tantos viajes a Damasco, he visto ni trenes ni pasajeros en la estación del Hijaz.
La estación, durante años desafectada, se eleva al fondo de la céntrica avenida de Al Nasr, a poca distancia del abigarrado gran zoco cubierto de Hamediye que conduce a la gran mezquita de los Omeyas. Es una bella construccion, nada aparatosa, de dos plantas de grácil estilo europeo, con pórtico de columnas sobre escalinata, en la que se incorporaron numerosos elementos característicos de arquitectura árabe. Aranda, como escribe en su opúsculo mi colega Eugeni García Gascón, hizo importar los azulejos de su fachada de Talavera de la Reina.
Conocí en Beirut, hace años, a familiares de este gran arquitecto, autor de otros notables edificios públicos de Damasco, como el Serrallo o sede del ministerio del Interior, o incluso algunas mezquitas, envuelto en una cierta leyenda. Su padre, director de las bandas militares del imperio, había estado al servicio del último sultán otomano.
Fernando de Aranda se estableció en Damasco en los años de la Primera Guerra Mundial, y fue también vicecónsul de España y de otras naciones europeas, con la intrépida misión de proteger a sus súbditos. Se casó con una mujer de rica familia turca, convirtiéndose al Islam, adoptando el nombre de Mohamad, y fue enterrado en la antigua ciudad de los Omeyas, en el pequeño cementerio musulmán de Bab el Chegir.
Al alborear el siglo XX, el sultán Abdul Hamid, cuando la Sublime Puerta dominaba sobre todos estos pueblos, ordenó entre 1917 y 1920 la construcción de esta vía férrea desde Damasco a Medina, para que los musulmanes pudiesen viajar con más seguridad a los Lugares Santos del Islam.
El pachá o gobernador de la plaza tuvo durante siglos la misión de guiar y proteger las caravanas de peregrinos. Todavía hoy, la milenaria ciudad es parada y fonda de creyentes de Mahoma que se encaminan hacia La Meca y Medina.
(Tomás Alcoverro, LA VANGUARDIA, en: