la soledad de atacama
a un día de autobús desde Santiago de Chile, San Pedro de Atacama es la puerta para conocer el desierto más árido del planeta
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Desde Santiago de Chile, el autobús tarda más de 24 horas en llegar a Atacama. Un exceso. Sale a las tres y media de la capital y hasta las cuatro del día siguiente no llegas a San Pedro. Los asientos son cómodos, de los llamados semicama, pero el viaje se hace largo, muy largo. La noche abre un paréntesis de oscuridad sin referencias, y no es hasta las siete de la mañana, con la primera luz del día, cuando puedes comprobar que todo lo que te rodea es desierto, una gran extensión de nada sólo alterada por la negra recta de asfalto. La llegada a la ciudad de Antofagasta, con sus rascacielos al pie de la playa, marca un punto de inflexión. "Ya estamos cerca", murmura el conductor, pero aún faltan cuatro horas y media para llegar a Atacama. Otro exceso.
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A partir de Antofagasta, las estaciones salitreras abandonadas se van sucediendo enmedio del desierto: agrupaciones de casas sin techo invadidas de arena y soledad. Pueblos fantasma. Soledad. "Cuando se terminó el negocio del salitre, las compañías abandonaron los pueblos, que han ido cayendo de viejos", me explica mi compañero de asiento, un chileno de Iquique llamado Miguel. "Estas cosas sólo pasan en el Norte Grande".
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El Norte Grande, dominado por el desierto de Atacama y la minería, es como se conoce esta región chilena. Pocos kilómetros después, el monumento de la mano gigantesca de 11 metros de altura, rompe con autoridad la monotonía del desierto. "La levantó en 1992 el escultor Mario Irarrázabal -apunta Miguel-. A los turistas les gusta y los autocares paran para que puedan hacerse una foto. Es tan alta que la arena no puede con ella.
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Nuestro autobús, no obstante, no se para. Mucha gente está durmiendo y el conductor no está para turistadas. Tiene prisa. Al llegar a Calama, los árboles y el río llenan el desierto de vida. "Bienvenidos a Calama, ciudad de sol y cobre", dice un cartel oficial. Y otro, escrito a mano, proclama: "Aquí no sobran niños. Reduzca la velocidad".
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Un chico que sube al autobús a Calama comenta que ayer llovió aquí, en el desierto más árido del mundo. "Los perros se pusieron a ladrar y salimos a ver qué pasaba", dice entusiasmado. "¡Estaba lloviendo!"
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Los últimos kilómetros son de fuerte descenso, con el conductor controlando con el freno y la visión del pueblo de San Pedro rodeado de colinas blanquecinas, con los picos nevados de los Andes al fondo. El desierto se va cubriendo de matices en un paisaje espectacular que justifica, incluso antes de llegar, la fama de San Pedro de Atacama como uno de aquellos lugares límite a los cuales vale la pena viajar alguna vez en la vida.
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El cielo, mientras tanto, se ha ido cubriendo de nubes, y justo cuando bajamos del autobús en San Pedro, descarga un aguacero. El agua se abre paso por las calles de tierra rojiza y desgasta los muros de adobe, mientras la gente se refugia en las shoperías y abarrotes, las tiendas de comestibles. "Usted está de suerte", me da la bienvenida una señora cuando entro en su bar. "Aquí llueve tan poco que cuando lo hace es augurio de que pasará alguna cosa buena. Piense que a veces pasan cuatro años sin que caiga una gota".
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(...) El camino de vuelta hasta San Pedro transcurre entre tierra rojiza, rocas agrietadas, y el enorme desierto de arena con los picos nevados al fondo. Al llegar al valle se distingue claramente la mancha del Salar de Atacama, con la poderosa silueta del volcán Licancábur, de 5.920 metros, al fondo.
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Al volver al hostal se impone un buen descanso para recuperar las horas de sueño, y cuando cae la tarde, un paseo por el pueblo y una parada en alguno de sus restaurantes étnicos, con paredes de adobe y el pisco sour como bebida estrella.
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(Xavier Moret, Dominical (EP), nº 501, 22 de abril de 2012 (traducido del catalán). imagen superior en: http://tengasepresente.blogspot.com.es/. imagen inferior en: http://tengasepresente.blogspot.com.es/)
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